miércoles, 11 de agosto de 2010

Graubunden - Zurich - Alemania


El día empezó mal. Al pasar por Chur, donde podría encontrar varias traducciones del principito a lenguas locales, me llevé el chasco al comprobar que todo estaba cerrado.

Eché cuentas. “¡Mierda! ¡Si  es domingo!” Me sentó a cuerno quemao. Di una vueltecilla por la ciudad y puse rumbo a Zurich.

Llovía a ratos y callejeé por el centro con desgana. No fue culpa de Zurich. La ciudad ponía de su parte.

Me ofrecía su catedral, sus museos, sus callejuelas con casas pintadas de colores, su ambiente cosmopolita, su río y puentes llenos de vida… Pero no funcionó,  yo no estaba de humor. Estas cosas pasan.

Antes de que anocheciera llegué a la frontera de Alemania. En la aduana, dos hombrecillos de azul que permitían pasar a todos los coches decidieron que harían una excepción con el mío. No sé qué resultó más sospechoso de todo: la matrícula española, el que viajara sola desde un sitio tan lejano, la estructura que tengo montada en el coche, la cinta americana debajo de mi asiento, el que no recordara el nombre de todos los pueblos de Suiza donde he dormido… o tal vez fuera un control rutinario y a mí me toco la china. Lo que sí os puedo decir es que el registro duró más de media hora. Miraron en todos los escondrijos del coche, TODOS. Finalmente me pidieron identificación y papeles del coche y tras comprobar lo que fuera en la oficina, el más joven me los devolvió. Me pareció percibir trazos de frustración en su mirada.
Esta fue la guinda podrida para el pastel agridulce de aquella jornada,  a la que puse fin durmiendo en el primer área de descanso que encontré.

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